Por: Miguel Mazzeo*

Compartimos el recorrido que propone Miguel Mazzeo a cuarenta años de democracia Argentina, el periodo institucional más largo de la historia de nuestro país. El autor visibiliza los hilos de la historia para “Reinventarla desde abajo: una democracia plebeya, una democracia comunal fundada en una relacionalidad fuerte”. En el marco de las Jornadas de lucha por el 21 aniversario de la Masacre de Avellaneda, la historia de los movimientos y la pregunta de “¿Quiénes patearan el tablero?”.

A propósito de los cuarenta años de democracia en Argentina (1983-2023) 

Ahora ya no llora

Preso en mi ciudad, ¡ja, ja, ja!

Casi ya no llora, ¡atrapado en libertad!

Eduardo “Skay” Beilinson/Carlos “Indio” Solari

Tiempos perturbadores, balances magros

El 10 de diciembre de 2023 se cumplen cuarenta años de régimen político democrático ininterrumpido en Argentina. Algo excepcional en nuestra historia. El período, no exento de cimbronazos más o menos fuertes y de recurrentes episodios del matadero vernáculo, es el más extenso en materia de regularidad institucional. Consideramos que la estabilidad posterior a diciembre de 1983, al igual que inestabilidad previa, difícilmente puedan ser abarcadas desde enfoques centrados en la insuficiencia o la abundancia de “educación cívica”, en la adquisición o la pérdida de alguna “cultura democrática”. 

El lugar común identifica momentos en los que la democracia estuvo “en peligro” durante este período. Pero en realidad, la democracia como construcción simbólica producida por la burguesía, la “ilusión democrática”, la ilusión de armonía impuesta desde el poder, pocas veces peligró, y los cuestionamientos principales no provinieron precisamente de las “amenazas totalitarias”, sino de los procesos instituyentes de “lo político”. Cabe aclarar que esa construcción simbólica no es rígida, por el contrario, es harto flexible; es dinámica porque es el saldo de una situación de la lucha de clases y porque expresa una determinada correlación de fuerzas. Pues bien, las modificaciones de algunos aspectos de esa construcción simbólica están atadas a la ofensiva del capital y las clases dominantes. 

Intentamos aquí un balance general de estos cuarenta años, pero aspiramos a corrernos de la superficie de los acontecimientos. Pretendemos evitar la hipocresía, los discursos conformistas promedio y el pensamiento débil. Ante la exigencia de repensar lo político, no queremos eludir las definiciones que pueden resultar incómodas para las almas bellas. Aún reconociendo los baches (y algunas inconsecuencias) del pensamiento crítico latinoamericano en lo que se refiere específicamente al pensamiento político, ratificamos el marco de sus coordenadas generales como antídoto contra la alienación y el fetichismo. Preferimos soslayar las teorías, en apariencia sofisticadas y densas, que naturalizan y enmascaran los fundamentos de las relaciones sociales y políticas en el marco del capitalismo y empobrecen considerablemente la reflexión. No nos queda otra alternativa que escribir fangoso. Nada aportarían estas páginas si salimos ilesas e ilesos de su escritura o de su lectura. 

El balance no puede sustraerse a un presente signado por la frustración y el despojo, en especial para las clases subalternas y oprimidas. Vamos de adelante para atrás, como sugieren los mejores procedimientos para la comprensión histórica. Vivimos tiempos perturbadores: cuarenta años de democracia y cuarenta por ciento de pobreza. Un abismo social que se va tornando infranqueable. Las y los pobres sometidas y sometidos una “dieta regular de guerra de clase1”: arroz, fideos, polenta.  El hambre que al expandirse hace descender la moralidad pública. Una sucesión de gobiernos “democráticos” incompetentes para garantizar las condiciones materiales básicas y duraderas para la ciudadanía. Una sociedad partida en dos, con cada mitad repleta de fragmentos incomunicados, con buena parte de la mitad “incluida” (o que se “autopercibe” incluida) insensible o abiertamente cruel frente a los padecimientos de la otra mitad, la de abajo, subalimentada, condenada a una ciudadanía de segunda, humillada, perpleja, incapaz (por ahora) de toda proyección hegemónica. ¿Cómo designar a la estructura política que legitima todo esto? ¿Acaso, a esta altura, alguien puede dudar de las consecuencias políticas de la desigualdad, de sus efectos sobre la legitimidad de los sistemas institucionales? 

El balance está obligado a resaltar el peso agobiante de las restricciones institucionales a la ciudadanía. Las instituciones son cada vez más inquisiciones e instrumentaciones, valga el juego fónico. Colonizadas por el poder económico-mediático, profundamente ancladas en las relaciones de mercado, centralizadas, burocratizadas y mistificadas, para muchas instituciones argentinas solo queda la degradación permanente como destino. Ya ni siquiera están en condiciones de respetar la normalidad y la legalidad que pregonan. Parecen haber perdido toda capacidad de “intervención compensatoria” para contrarrestar los fuertes desequilibrios en la distribución del poder en la sociedad capitalista. De este modo, se descontrolan fácilmente y se propagan las perversiones clasistas inherentes al derecho burgués que ya no logra ocultar la realidad de la explotación tras la máscara de la igualdad jurídica de los valores extraeconómicos. ¿Estaremos ad portas de una época histórica en la que el sistema (el capital global) ya no requiere de máscaras? El Estado de derecho se rebaja, cada vez más se acerca al estado de excepción.   

La rebaja de la democracia, sus incapacidades para contrarrestar lo monstruoso (y ciertas destrezas para producirlo) pueden verse, también, como uno de los efectos políticos derivados de una realidad signada por aquella paradoja formulada por James Maitland Lauderdale en 1804 que planteaba una correlación inversa entre propiedad privada y propiedad pública. El incremento de la primera (que no es otra cosa que apropiación de la riqueza y de los bienes comunes y concentración de la propiedad por parte del capital) reduce la segunda, la desvaloriza y la torna cada vez más frágil.     

El balance tampoco puede obviar una coyuntura de crisis de las mediaciones políticas, una encrucijada donde resaltan las limitaciones organizativas, administrativas y éticas de la política profesionalizada que, de manera cada vez más pronunciada, asume los perfiles de un verdadero bestiario medieval, con sus figuras grotescas, bufas, terroríficas. Estamos en medio de una crisis de legitimidad que en su obcecada reiteración pone en evidencia una impotencia típicamente burguesa. 

Hoy se torna difícil encontrar adjetivos que exalten a la democracia realmente existente. Proliferan los formulismos vacíos e impostados: la lengua de la burocracia. Este es un momento, uno más en el transcurso de los últimos cuarenta años, de expansión de la adjetivación fuerte y negativa en relación a la democracia: procedimental, boba, de baja intensidad, tutelada, de audiencias, descolorida, qualunquista, insípida, precaria, autodegradada, ambivalente, ficcional, manipuladora, excluyente, mutilada, restringida, gestual, magra, manca, tuerta, hueca, desanclada, sufriente, líquida, sojera, transgénica, tóxica, etc. Al mismo tiempo, una ola reaccionaria, en alguna medida montada en las propias inconsistencias de la democracia realmente existente, aboga por los sistemas políticos mas funcionales a la impiedad de las clases dominantes en la era del capital financiero o, en una perspectiva de corto plazo, del neo-feudalismo.    

Finalmente, en materia de envilecimiento de la democracia, no se puede soslayar el (aparentemente) paradójico “giro autoritario de las democracias” (la compatibilidad entre “democracia” y autoritarismo) y con él la adhesión que concitan las voces, los programas y las ampulosidades que se fundan en una síntesis de todas las tradiciones reaccionarias del país, revitalizadas por el fascismo societal promedio, el supremacismo, el tecno-fetichismo, la consumocracia, la vecinocracia y el estilo border o freack.  

Esas voces y programas expresan un proyecto que busca profundizar el proceso de degradación del trabajo en general y del trabajo reproductivo en particular. Buscan legitimar la coerción mercantil, pero van más lejos aún. Por eso no pueden prescindir de una “canasta de discursos opresivos” (patriarcales, sexistas, racistas, colonialistas, extractivistas, etc..) ni de la exaltación del punitivismo y las prácticas represivas. ¿Todo esto en nombre de la democracia? Sí. Ya se hizo. Se está haciendo. Se hará: la tendencia es demasiado evidente para negarla. En los próximos años se pondrá a prueba la flexibilidad de ese “constructo simbólico” que llamamos democracia.   

Entonces, esas voces y programas evidencian el odio concreto que emana de las relaciones sociales características del capitalismo actual, cada vez más eficaz en la producción, a gran escala y serializada, de diversas categorías de sociópatas. Se trata de relaciones de explotación, de dominio, de dependencia. Relaciones que destruyen los paisajes humanos, que fragilizan la cartografía de la vida (y la convierten en suceso estadístico) o que, directamente, reemplazan unos modos de convivir por otros de conmorir. Proliferan las aberraciones de la entropía burguesa (tolerar lo intolerable e incluso desearlo) con sus expresiones en el plano de la política. La violencia, va de suyo, es constitutiva de estas relaciones. 

En algún sentido, los discursos de odio, incluyendo al negacionismo2 argentino, “blanquean” esas relaciones que ya no pueden ser encubiertas por los discursos liberales convencionales. Los discursos de odio, también, ponen en evidencia el núcleo del delirio: la libertad del capital sin autolimitación, el capital dispuesto a arrasar con cualquier linde exterior, el capital operando directamente como la fuerza que cincela la política de manera unilateral. El auge de la ultraderecha y de las expresiones neofascistas y neonazis expresan mutaciones dentro del estatuto opresivo. Las clases dominantes están inmersas en un proceso histórico constitutivo de una nueva subjetividad opresora, de una conciencia de clase reaccionaria que expresa la aspiración a una manipulación irrestricta de la fuerza de trabajo (productiva y reproductiva) y a un recorte de los reductos soberanos que aún quedan en pie. ¿Estaremos asistiendo al final de toda posibilidad de “filantropía burguesa”? ¿Será que ya se agotaron las coartadas para articular progresismo y capitalismo? 

Foto: Rafael Calviño

Tragedia, farsa y verdad. Sobre el pacto democrático de diciembre de 1983

Una hipótesis serpentea este pequeño ensayo. Sostenemos que la democracia inaugurada a fines de 1983 puede considerarse como el fruto de una destitución de “lo político”, de la negación del conflicto irresoluble (en el marco del orden económico-social y político imperante). Un conflicto que sí había sido reconocido con anterioridad y había alimentado un momento crítico. Dicho de otro modo, la democracia como un descenso de la tragedia a la farsa. Mejor aún, como una tendencia a ensanchar los aspectos “farsescos” en desmedro de los “verdaderos”. 

Diciembre de 1983 constituye la antitesis misma de una refundación política. Es el momento en el que la praxis de las clases dominantes (y no precisamente la de las clases subalternas y oprimidas) coaguló en una construcción simbólica que se fue imponiendo al conjunto de la sociedad con el nombre de “democracia”.  

Apelamos aquí a una noción de verdad alejada de toda narrativa y/o subjetividad victimista. En nuestro planteo la verdad remite a aspectos vitales y sinceros (descarnados). Y también a una tarea sisífea.  

La hipótesis que sustentamos no niega los costados de conquista popular que posee diciembre de 1983. De ningún modo pasamos por alto la lucha del conjunto de las organizaciones populares contra la dictadura militar y el terrorismo de Estado (1976-1983), particularmente la de los organismos de derechos humanos, de la clase trabajadora y de las diásporas superstites de las organizaciones revolucionarias de la década de 1970. Pero nada de eso alcanza para contrarrestar la evidencia más rotunda: esa/esta democracia se asentó sobre una derrota popular de magnitudes inéditas y efectos prolongados. Una derrota económica, política, cultural y moral. ¿Sin resistencias hubiese sido mucho peor? Por supuesto que sí. No caben discusiones sobre ese aspecto. ¿Existen razones “internas” de esa derrota? No tenemos ninguna duda al respecto. 

Por otra parte, el período de cuarenta años de democracia ininterrumpida se inició con un alto grado de deterioro de la base material y de los imaginarios tributarios del capitalismo industrial (incluyendo los imaginarios críticos). Ese instante liminar de la democracia exhibía una sociedad civil popular cuyas expectativas sociales y políticas acababan de ser disciplinadas y cuyo sentido de lo indigno y lo insoportable había sido modificado. El pueblo estaba arrasado por la presencia de la muerte, su antiguo capital social, político y simbólico estaba extenuado. El terror ya habitaba las instituciones y los cuerpos. A partir de la dictadura, el cuerpo popular comenzó a perder sus capacidades para sostener las acometidas del deseo; quedó exhausto, debilitado, expuesto a la presencia del otro (dominante, opresor) que se le impuso una y otra vez.    

La política después de la sangre no podía retrotraerse fácilmente a los tiempos previos a la carnicería. Las clases subalternas y oprimidas, los sectores populares en general, partían de una posición endeble para recuperar grados de soberanía nacional-popular efectiva, para encarar la “reconstrucción democrática” y para modelar un proceso de “subjetivación democrática” en sentido radical: un proceso de autoeducación gubernamental y de autoconstitución de lo político.  

El denominado “pacto democrático” de diciembre de 1983, vinculado a las premisas ideológicas de la reconstrucción del Estado, se basó en la pasivización social (sobre la que se montaron varios discursos “armonizantes” y “consensualistas”), en el recorte de las posiciones de control de la cooperación social conquistadas por el trabajo durante décadas (y de sus espacios de aprendizaje), en la reificación de la escisión entre lo político y lo económico, en la subjetivación estatal, en el formateo de una ciudadanía funcional al mercado, en la abdicación política del demos, en la introyección de los valores  de las clases dominantes por parte de las clases subalternas y oprimidas con el consiguiente desarme ideológico de éstas. Las primeras lograron imponer al conjunto de la sociedad su lenguaje, su jerarquía de valores y su perspectiva organizadora del mundo: una axiomática férrea, la idea de que hay solo “una historia” posible; en fin, consolidaron una cultura: formas de pensar y actuar que arraigaron en la sociedad. Las segundas habían perdido la confianza en sus propias fuerzas y en sus propios valores y terminaron atrapadas en el casillero que se les asignó compulsivamente, inscriptas en un ámbito normativo que las despotenciaba políticamente. Esto, claro está, limitó considerablemente las posibilidades de desarrollar movimientos subjetivos orientados a la refundación de la polis. Así, extensas franjas de la sociedad civil popular se tornaron materia apta para los moldeamientos hegemónicos. Ese fue, tal vez, el mayor efecto de la derrota.  

La democracia que despuntó en diciembre de 1983 expresó un sentimiento de satisfacción por parte de las clases dominantes. Estas podían darse el lujo de prescindir de las comodidades de la dictadura como modelo de organización del poder estatal. Con un horizonte despejado, sin riesgos, estaban en condiciones de conceder, nuevamente, algunos derechos políticos a un sujeto otrora impugnador, pero ahora despojado de su competencia política y del derecho a actuar; devenido sujeto social, política y culturalmente desestructurado, es decir: masa electoral y obedencial, susceptible de ser inscripta en esquemas verticales de poder, ya sean estatales o privados, tecnocráticos o eclesiásticos. 

El pacto democrático de diciembre de 1983 no construyó condiciones favorables para las clases subalternas y oprimidas. Fue un momento político constituyente favorable a las clases dominantes y a las elites políticas, a las nuevas y nuevos polites. Despejó el camino para una identificación cada vez mayor entre el poder económico y el poder político. A las clases subalternas y oprimidas solo les fue reconocida una pequeña porción de su soberanía. Por cierto, se les restituyó una parte ínfima de la de soberanía que disponían en tiempos de la predictadura. 

Esa remodelación del sujeto popular a través del terrorismo estatal fue la condición de la eficacia de la institucionalidad liberal a la hora de canalizar los conflictos sustantivos en una sociedad periférica. El capital había logrado imponer sus premisas y reconstruir su mando. Había arrasado con todo atisbo de control colectivo de los medios de producción, con (casi) todo impulso autónomo de las y los de abajo. A partir del nuevo realismo democrático, el camino al neoliberalismo ya estaba desbrozado. La democracia nacía como un régimen supuestamente apto para corregir algunas fallas del sistema, pero de ningún modo para transformarlo. 

En diciembre de 1983 hubo un cambio de régimen, pero nada significativo se alteró en la matriz socio-económica neoliberal impuesta por la dictadura militar y en el contenido del Estado con su ordenamiento hobbesiano recargado. Las lógicas “clásicas” de la explotación capitalista se profundizaron, pero además se fueron agregando modalidades expropiatorias sobre las trabajadoras desempleadas y los trabajadores desempleados (el “precariado”) y sobre las formas de supervivencia de las clases subalternas y oprimidas. Al mismo tiempo, se profundizaron los procesos de endeudamiento y se iniciaron otros de electoralización, precarización, corporativización, serialización y fragmentación de las clases subalternas y oprimidas; de invisibilización de la ciudadanía o de subsunción de la misma bajo categorías mercantiles: consumidoras y consumidores, usuarias y usuarios, espectadoras y espectadores, emprendedoras y emprendedores, contribuyentes, etcétera. 

Democracia e impotencia popular: la gran culpa

Todos esos procesos se ahondaron durante la década de 1990 con la penetración en profundidad del neoliberalismo y su racionalidad totalizadora: descentralización y desregulación del Estado, privatizaciones de las empresas públicas, flexibilización laboral, derogación de las leyes protectoras de derechos, restricciones cada vez mayores para acceder a la vivienda y a la tierra, etc. Se complementaron con otros momentos de “modernización de la pobreza” y de “policialización” de los territorios y de la política con su secuelas de criminalización de las y los pobres y de judicialización de los conflictos sociales. Los efectos de estos procesos hoy, prácticamente, fungen como la infraestructura inconsciente del Estado argentino y de sus instituciones (y de toda la política normativizada). La contrarrevolución iniciada en 1976 no cesó en diciembre de 1983, se prolongó en las décadas subsiguientes, con otras cadencias y por otros medios que, en el fondo, resultaron mucho más totalitarios: biopolíticos, necropolíticos, etcétera.   

A diferencia de la democracia de la predictadura, plagada de insuficiencias, la democracia de la posdictadura aparece excesivamente deferente con las formalidades institucionales y con las retóricas políticas del consenso (pero, claro está, con fronteras bien precisas). Las invocaciones al consenso, establecidas desde diciembre de 1983 como quintaesencia de la corrección política, no convocan a otra cosa que al disciplinamiento social o, directamente, a la clausura de la política. En condiciones de pronunciada asimetría en materia de poder social y político, no hay posibilidades de diálogo. El consenso deviene burla, canallada. 

Esto puede verse como una expresión del proyecto (un verdadero abyecto) de las clases dominantes tendiente a acotar la intervención política popular al campo de las representaciones, es decir: el campo de los encubrimientos y las apariencias. Pero la democracia de la posdictadura, en sus esfuerzos para hacerse compatible con el mercado (con los “poderes fácticos”), llegó a un punto en que debió asumir la posibilidad de la clausura de toda instancia vinculante y hasta de toda idea de devenir histórico. Por lo tanto, su condición fue y es la negación de los conflictos sustanciales; en sentido metafórico: la sistemática negación de una lucha subyacente entre el bien y el mal cuyo objetivo fue ocultar la permanencia del triunfo del mal. 

En diciembre de 1983, la democracia nació condicionada, no solo por el recuerdo de la dictadura militar, sino por el recuerdo del período previo a ella, caracterizado por un alza inédita en la lucha de clases, por un promisorio desarrollo de las praxis instituyentes y por un alto grado de conciencia social, cultural y ética de las clases subalternas y oprimidas, con el “auge de masas” y la “primavera de los pueblos” consiguientes. Asimismo, dicho régimen nació condicionado por el recuerdo del anterior “retorno democrático”, el de marzo/mayo de 1973, concretado en un entorno diferente, con una correlación de fuerzas distinta, con otras premisas subjetivas atravesando el entramado compuesto por las clases subalternas y oprimidas; premisas críticas, impugnadoras, cercanas a una gran política. La democracia en marzo/mayo de 1973 propuso algunos enlaces con una trama política mayor, la de diciembre de 1983 solo con una trama política menor.

Si en lo inmediato la democracia de diciembre de 1983 fue “democracia contra dictadura”, en el largo plazo se asumió también como “democracia contra los poderes instituidos desde abajo”. Sobrevivió cuarenta años roída por la idea de que el momento de autodeterminación popular más importante de nuestra historia (¿el más democrático?) condujo al terrorismo estatal. Ora a partir de una justificación consciente o inconsciente de la dictadura como “mal necesario” para recomponer la legalidad burguesa; ora a partir de una critica (o de una auto-crítica) a las “desmesuras” de las demandas populares. Así, la democracia argentina que despuntó en diciembre de 1983, por convencimiento, resignación, arrepentimiento, miedo o culpa, asumió como sus condiciones básicas: la representación, la producción de impotencia popular, la construcción de individuos atomizados, la participación popular subordinada, la política como gestión del ciclo económico, la pequeña política, la realpolitik, la militancia líquida o la despolitización lisa y llana. Se dedicó, sistemáticamente, a extirpar toda idea de transformación radical de la sociedad, toda idea revolucionaria, como si se tratara de tejidos mórbidos y anómalos a la democracia. 

La Teoría de los dos demonios, con sus altas y sus bajas, a lo largo de los últimos cuarenta años, perseveró como relato hegemónico de la democracia argentina. De modo grosero o sutil, jamás dejó de producir sentidos conservadores. Jamás.  

“Nunca más” fue y es la consigna insignia del pacto democrático de diciembre de 1983. Vino a instituir unos limites infranqueables. Su sentido es claro respecto de la dictadura y sus atrocidades. Pero… ¿cuántas veces nos hemos detenido en su lado oscuro? Porque “nunca más” también implica al tándem autodeterminación popular-revolución. Lo implica para repudiarlo y excluirlo. Así, la consigna “nunca más” contrabandea una renuncia. Fue y es un nunca más a las fuerzas vitales de la sociedad, un nunca más a los sentidos utópicos. Entonces, el “nunca más” se relaciona con la estandarización de los sueños, con la resignación más ignominiosa. 

Foto: Rafael Calviño

Otra consigna representativa del pacto democrático de diciembre de 1983 fue: “somos la paz”, pero quienes la coreaban o la escribían en afiches y paredes, en general, no eran conscientes de su significado más recóndito, más cercano a: “somos la pacificación”, “somos el saldo de la pacificación”.  

Las formas liberales de lo político, con su lógica inherente que asigna valor a las desigualdades y prioridad a la libertad de los propietarios sobre los derechos de los ciudadanos, limitan las posibilidades de intervenciones democráticas, se avienen a la perfección con este modo de autoconstrucción asumido por la democracia argentina.

Las clases dominantes, sobre todo las fracciones consolidadas durante la dictadura militar, terminaron fijando los contenidos innegociables de la democracia. Un régimen a medida. Ésta jamás sería el camino para la concreción de los objetivos y los deseos populares. La acotaron a unos márgenes estrechos. Después de bajarle el piso, le impusieron un techo también muy bajo. Idealizaron la medianía y la ética indolora, sin grandes responsabilidades. Eliminaron de la agenda pública el debate sobre modelos y matrices económico-sociales, y presentaron la ausencia de ese ítem como garantía misma de la democracia. De este modo la democracia, al marchar de la mano del fortalecimiento de la capacidad de reproducción ideológica y política del sistema de dominación, irremediablemente, se fue deteriorando. 

Ese deterioro, acentuado en la última década, alienta a las clases dominantes a una revisión de los viejos contenidos innegociables con el objetivo de renegociarlos; léase: recortarlos e imponer nuevos índices. Hoy, las clases dominantes pretenden achicar aún más esos márgenes, bajar aún más ese piso y ese techo y relanzar una nueva ola disciplinadora. Están listas para franquear los limites impuestos por el “nunca más”. Después de cuarenta años, pareciera que el mando del capital, en su devenir fascista, ya no necesita encubrir su violencia en formas legales.      

Pero lo más importante fue que las clases dominantes inocularon en las clases subalternas y oprimidas una gran culpa. La culpa por las antiguas predisposiciones impugnadoras y rupturistas (destituyentes-constituyentes), la culpa por su ambición y su voluntad política, la culpa del conflicto y del antagonismo, la culpa por la polarización social y la fractura, la culpa por activar con sus demandas “protocolos” contrainsurgentes. En cuarenta años no logramos librarnos de esa gran culpa y de la tristeza social que conlleva. Entre otras cosas porque la propia izquierda, el propio “campo nacional y popular” y –derrochando amplitud– el  propio “progresismo”, al asumir cierto institucionalismo acrítico (aceptando de hecho reglas y gestualidades huecas), al comprometerse con la farsa, se encargaron de alimentarla. 

De nada sirve, ahora, horrorizarse por el “desclasamiento del voto”. ¿Acaso han (hemos) desarrollado las praxis más adecuadas para evitarlo?, ¿cuánto han (hemos) aportado a la politización de los intereses materiales de las clases subalternas y oprimidas? La triste verdad es que no han (hemos) sido lo suficientemente disfuncionales y que han (hemos) sido responsables de los procesos que anularon el potencial crítico de significantes como “izquierda”, “nacional-popular”, “emancipador”, “democrático”, etc. Esta predisposición no puede desvincularse del sustrato desarrollista que condiciona las praxis de estos sectores, incluyendo a los que asumen el anticapitalismo entre sus definiciones. Aunque duela, hay que reconocerlo: muchos sectores políticos dizque “críticos”, aferrados a instrumentos y a funciones declinantes, también contribuyeron al vaciamiento de la política. 

La pérdida de fuerza performativa de la narrativa democrática; un sentido común que parte de la ingenua aceptación de la democracia como sinónimo de capitalismo, productivismo y desarrollismo; la democracia afianzada como normalidad y conformismo, como profundización de la relación hegemónica; el fetichismo de la democracia sin participación, como cándida excursión bianual a las urnas; la política desentendida de los conflictos inmanentes y sustanciales, junto a la multiplicación de las fuentes del orgullo y del deseo fascista (la “perversión del deseo gregario” de la que hablaba Wilhem Reich) y un grado inédito de identificación “tanática” de las sociedades con el capital (el poder arrasador del fetichismo de la mercancía), nos lleva a considerar la posibilidad de un futuro descenso de la farsa a la monstruosidad. Pero eso es harina de otro costal. 

“Democracia” vs. poder popular

La democracia que asomó en diciembre de 1983 instaló, desde sus comienzos, una alternativa de hierro: democracia o dictadura. Pero ese dilema, en realidad, serviría para ocultar (y denigrar) las afinidades más constitutivas de la democracia presentándolas como si fueran dicotomías: democracia o pensamiento crítico, democracia o cambio social, democracia o soberanía nacional-popular, democracia o lucha de clases. La conjunción disyuntiva (o), arbitraria y prepotente, se acomodaba en el lugar que le correspondía plenamente a la conjunción copulativa (y). La renuncia a todo ardor y anhelo emancipador se convirtió en condición sine qua non de la democracia. La democracia se fue delineando como conjuro contra el poder popular. Se conminó a las clases subalternas y oprimidas a rebajar la apuesta política, a autosacrificarse como sujetos contrahegemónicos. La política (“democrática”) quedaba reducida al “arte” de administrar una institucionalidad y una matriz económica (capitalista). La democracia argentina renacía, por lo tanto, con un costado chantajista y en abierta incompatibilidad con la conciencia crítica. Ese fue uno de los modos que encontró la dictadura para repetirse y perdurar. 

Ese fue (y es) el núcleo principal del denominado pacto democrático de diciembre de 1983. Atadas y atados a él jamás podremos recomponer unos índices de subjetividad que nos permitan ser prolongación de las y los 30.000. Reivindicarlas y reivindicarlos, desdemonizarlas y desdemonizarlos sin cuestionar el pacto es una forma de invisibilizar sus huellas, o de vitrificarlas; otro de los modos encubiertos del olvido y el perdón, una claudicación. Debemos producir efectos de discontinuidad en relación al pacto. Debemos reconsiderar la renuncia. Debemos liberarnos de la culpa para hacer posible un momento político constituyente de abajo hacia arriba, para hacer efectiva la soberanía popular.      

Estos dilemas velados no hicieron más que acotar a la democracia. Por un lado, la tornaron incompatible con todo aquello que tendía a su profundización. Por ejemplo, con la adquisición de un carácter sustantivo, con el encuentro con su potencia hermenéutica y con la construcción de una sociedad ética y política capaz de autogobernarse. Por otro lado, la vinculaban a todo aquello que contribuía a su superficialidad y denigración: matrices económicas neoliberales o neodesarrollistas (fundadas en la financiarización, la reprimarización, el agro-negocio y el extractivismo), formalismos institucionales, tendencias a la representación corporativa, regímenes de gubernamentalidad mercantiles, el Estado copado por lógicas del gerenciamiento y por un ethos empresarial, patronazgo estatal, gobernanza, prácticas clientelares, populismo cultural de la nueva derecha, etc. Vale aclarar que estas situaciones, a lo largo de los últimas cuatro décadas, periódicamente, fueron cuestionadas por las iniciativas formidables –aunque siempre endebles en materia de proyectos políticos viables– de diversos sectores de la sociedad civil popular: organizaciones populares, movimientos sociales, incluso algunos partidos políticos.  

La democracia alumbrada en diciembre de 1983 enfatizó las lógicas representativas y delegativas en desmedro de las lógicas participativas y protagónicas. Reificó los formatos verticales de la intermediación política, históricamente declinantes; y desalentó cualquier propósito de desarrollo de los formatos horizontales, históricamente ascendentes. Priorizó la vieja institucionalidad estatal ante cualquier atisbo de nueva institucionalidad plebeya pos-estatal. El aggionarmiento en materia de lenguajes y modelos de gestión estatal provino preferentemente del mercado; nunca, o muy pocas veces, de las experiencias más disruptivas (que, por cierto, no faltaron) de la sociedad civil popular.      

En síntesis, la democracia argentina a partir de diciembre de 1983 se constituyó sobre la negación de la democracia como autodeterminación y autogobierno popular. Cerró los caminos a la experimentación popular y a la política como gestión común de lo común. Edificó sus condiciones a partir de la desmoralización y la impotencia popular. Suprimió (por vías coactivas o “consensuadas”) todo conato de iniciativa política autónoma de las y los de abajo. Paralelamente no contrarrestó (o lo hizo excepcionalmente) y, en general, contribuyó abiertamente a afianzar el poder de las fracciones más concentradas del capital, locales o extranjeras.

La denominada consolidación de la democracia fue de la mano de la inviabilidad de los proyectos nacionales de desarrollo en el marco del capitalismo periférico. No podemos evitar detenernos en algunas correlaciones. Los cuarenta años de democracia coinciden con un proceso de concentración y centralización del capital, de extranjerización de la economía, de monopolización de los recursos; con la expansión de una matriz extractivista gestionada tanto por neoliberales como por neo-desarrollistas; con un modelo de eficiencia inspirado en la empresa privada que se trasladó a la política; con la precarización del trabajo y de la vida de una parte importante de la sociedad, con la mediocridad, la arbitrariedad y la presuntuosidad de las elites políticas ensimismadas. Esta democracia institucionalizó la apatheia (estado de indiferencia) popular. Institucionalizó la fuerza del hábito, de la inercia y de los núcleos de sentido más conservadores del universo plebeyo-popular. 

De un modo u otro, esta democracia, hizo heterónoma a la sociedad, achicó el demos, expulsó a las clases subalternas y oprimidas de la política (de la gran política), inhibió sus capacidades de tomar iniciativas históricas. O, bajo gobiernos dizque nacional-populares (o progresistas) las incluyó subordinadamente en sus esquemas de gestión vertical y a sus estructuras decisionales burocráticas. De esta manera, se naturalizaron los vínculos asimétricos entre el Estado y las organizaciones populares, entre los agentes públicos y las actrices y actores de la sociedad civil popular, entre una elite política que se presentaba como virtuosa y sensible y una sociedad civil popular pasiva, “agilada”, desarmada (social, política y simbólicamente), incapaz de frenar el crecimiento de las capacidades coercitivas del capital (local y global). Por cierto, no se propiciaron transferencias de poder real de las instituciones estatales a los espacios de participación crítica de las y los de abajo, tampoco fueron estimuladas las praxis tendientes a generar incrementos efectivos del protagonismo social directo y del poder popular. 

Aproximaciones a la democracia. Los mejores impulsos

Cabe destacar que esos gobiernos merodearon un núcleo democrático cuando sus intervenciones buscaron erradicar algunas crueldades de la dictadura inscriptas en la democracia nacida en diciembre de 1983, cuando le colocaron algún limite a la dictadura de la renta financiera, cuando encararon políticas reparadoras en diversos órdenes, cuando aliviaron alguna miseria, restañaron heridas, etc. De todos modos, las fuerzas políticas que fueron parte de estos gobiernos fijaron con toda claridad los limites de su campo de acción y se encargaron de mantener a los conflictos sustanciales alejados de los centros neurálgicos y de “ahorrarle” a las clases subalternas y oprimidas toda experiencia política intensa y propia. No transformaron las vetustas estructuras materiales e institucionales que, en sus aspectos medulares, se mantuvieron incólumes. Sus iniciativas más prósperas alentaron una rebeldía moderada, una rebeldía climatizada, una desviación tipificada. 

El panorama histórico estaba tan, pero tan deteriorado que apenas una merma en la intensidad del neoliberalismo alcanzó para erigir una épica política. Un instante de desidentificación parcial y relativa del poder político respecto del poder económico alimentó expectativas democráticas. Con muy poco se puso en evidencia “lo que puede la política” en materia de ruptura con las conductas reproductivas. Pero no se ahondó demasiado en esa potencialidad que apuntaba a superar la gran culpa por la vía del desacato del orden instituido, del reverdecer de la imaginación política y de una politización plebeya de profundis

Los recorridos escandalosos insinuados por esa potencialidad le causaban vértigos a una dirigencia política timorata y a una militancia turística imbuidas de un “espíritu de gestoría”, poco dispuestas a avanzar en la modificación de la configuración institucional del capitalismo argentino. El escenario contribuyó a las trampas de las sinécdoques. Las reacciones desproporcionadas de los sectores más reaccionarios e impiadosos (locales y extranjeros), la idea de una “grieta” que reinstalaba la realidad del conflicto sustantivo (aunque de manera un tanto alambicada, dado que el eufemismo pretendía ocultar la lucha de clases), alimentó legítimos entusiasmos. Pero los entusiasmos generados por las intervenciones en las partes desdibujaron el todo. Después de algunos desplantes al poder, esas fuerzas políticas retornaron al realismo político. Hoy se erigen en defensoras de lo malo frente a lo peor. 

En rigor de verdad el grueso de las fuerzas políticas que conformaron esos gobiernos jamás aspiraron a trascender las condiciones de reproducción del sistema y no alentaron la creación de fuerzas sociales transformadoras. Por el contrario, en consonancia con los intereses de algunas fracciones de las clases dominantes, reconstruyeron las condiciones para el “desplazamiento” de los conflictos. Con el paso del tiempo comenzaron a escenificar una impotencia política de fondo y se convirtieron en un factor de confusión que abrió cauces a la derecha. Su opacidad nutrió el giro autoritario. Una parte de las fuerzas políticas con aspiraciones radicalmente democráticas y transformadoras se diluyeron en frentes nacionales donde primaban los intereses de algunas fracciones de las clases dominantes. Subordinaron sus ansias emancipadoras a una alianza política con un sujeto inconsistente, ilusorio: una burguesía nacional, productiva, no parasitaria. Dilapidaron así su capacidad de generar sentidos unificadores por abajo. Conciente o inconscientemente se inscribieron en campo del poder dominante y comenzaron a pensar la patria con las categorías de los opresores. 

Los mejores impulsos democráticos entre 1983 y 2023 –jalones de temporalidad eruptiva, desvíos del camino normado, brotes de iniciativas autónomas por parte de las clases subalternas y oprimidas, inscripciones efectivas en el linaje de las y los 30.000– fueron los que mantuvieron viva la conflictividad sustantiva, principalmente desde espacios externos a las instituciones, aunque también contribuyeron a que algunas instituciones se abrieran a los cuestionamientos internos. 

Los mejores impulsos democráticos durante los últimos cuarenta años fueron aquellos que no se resignaron a las relaciones de fuerzas existentes. Los que buscaron conciente o inconcientemente la recomposición del sentido de lo colectivo, la participación simétrica de las y los de abajo y la refundación de una nueva subjetividad crítica y de una verdadera comunidad política. Los que apostaron a la interseccionalidad y la autonomía popular. Los que no se atuvieron a los mandamientos que clases dominantes le impusieron a las clases subalternas y oprimidas: ¡no resistirás!, ¡no politizarás la rabia y el dolor!, ¡sentirás culpa de tu radicalidad!

Esos impulsos no fueron respuestas meramente reactivas ante las periódicas crisis económico-sociales. No se pueden reducir los crujidos interiores de la democracia cuarentona a las irrupciones del elemento económico inmediato. Hubo algo más: un componente decisivo a la hora de trascender el conformismo y perforar las superestructuras del sistema. Esos impulsos provinieron casi siempre de subjetividades instituyentes y llevaron a pensar la política más allá de lo formal y lo normalizado. De manera parcial, no lineal e impura, se manifestaron, por ejemplo, durante el Juicio a las Juntas, en algunas luchas sindicales de la década de 1980, en las resistencias al neoliberalismo y en la conformación de nuevas organizaciones populares y nuevos movimientos sociales en la década de 1990, en los colectivos de izquierda que nunca aspiraron al monopolio de la política de izquierda y no se subordinaron (por lo menos no del todo) a los modales impuestos por la corrección política. Sin dudas, fue la fuerza instituyente de las Madres de Plazo de Mayo la que permitió infligirle la principal derrota a la dictadura militar y a las clases dominantes. 

Esos impulsos tuvieron su momento emblemático en torno a la rebelión popular del 19/20 de diciembre de 2001, cuando la democracia iniciada en diciembre de 1983, y el sistema de dominación en su conjunto, enfrentaron la peor crisis de legitimidad, hasta ahora. La rebelión popular habilitó una promesa, tal vez la más importante de estos cuarenta años. La promesa de una fuerza destituyente y, junto con ella, la promesa de otra política (y otra democracia) y otro “metabolismo”. 

A partir de 2003, con la recomposición del sistema de dominación (y del “sistema de conformidad” respecto de la realidad), con el capital y el Estado reparados como potentes atractores (una recomposición del “presentismo” que se había quebrado en 2001), con la ampliación de las relaciones salariales, con la consolidación de una inesperada mutación “progresista” del peronismo (recordemos que venía de ser ariete del neoliberalismo) y la consiguiente recuperación de algunos espacios de regulación (y “tutela”) estatal, buena parte de esas subjetividades instituyentes terminaron instituidas, total o parcialmente. La energía popular se reencauzó por la senda de la representación, la delegación, la negociación y la gestión de los recursos del Estado. Las nuevas formas de subjetivación en ciernes no lograron desarrollarse. Por lo menos no al punto de exceder los términos de la flexibilidad ideológica del peronismo. 

Lo más importante es que hubo momentos en que las clases subalternas y oprimidas hicieron “su historia”, descolonizaron fugazmente su experiencia. Con ímpetus festivos e irónicos, desplegaron su potencia política. Produjeron nuevas subjetividades críticas. Construyeron sus propios entramados democráticos y multiplicaron las ágoras, al margen del Estado, trascendiendo el pacto democrático de diciembre de 1983 y superando la gran culpa. Los atisbos arrebatados de una democracia sustantiva conmocionaron a la ilusión democrática, a la “democracia” de diciembre de 1983.  Por un instante restituyeron el escenario de la tragedia. Los impulsos autónomos de las y los de abajo nunca cesaron del todo, a pesar de las tendencias a la estatización generadora de indigencia política, apropiadora de las estructuras de lucha generadas por las y los de abajo y desvirtuadora de todo objetivo de transformación radical. 

Sirvan como ejemplo de estos momentos, los casos de los feminismos populares: internacionalistas, antirracistas y plurinacionales; de las luchas de los grupos LGBTIQ; de los diversos colectivos de base autogestionados: en los barrios, en las zonas rurales y, en general, en los lugares de trabajo; de los pueblos originarios, por supuesto; en fin: de las diversas experiencias productoras de comunidad autoorganizada por abajo y no subordinadas al Estado y a los aparatos políticos gestores, dirigistas y verticalistas.     

Patear el tablero

Venimos de cuarenta años de confinamiento de la acción política. Cuarenta años de despotenciación de las magistraturas plebeyas. Cuarenta años de gestión jerárquica del poder y de descolectivización de la política. Cuarenta años en el desierto, jalonados por uno que otro oasis de desborde de los confines impuestos, con algunos instantes de felicidad política popular, con pocos momentos donde las condiciones materiales y morales fueron más favorables para “lo justo” y para generar retaguardias sólidas, donde acumulamos un poco menos de rabia. ¿Cómo contribuir a reducir los márgenes de la farsa y a ensanchar los de la verdad de la democracia? Sin dudas: es necesario “patear el tablero”, cambiar el eje de la “cuestión democrática”. 

La farsa disminuye y la verdad crece cuando las organizaciones populares, los movimientos sociales y los colectivos militantes asumen como punto de partida lo que Edward P. Thompson llamaba la “economía moral de la multitud” y, a partir de ese emplazamiento, desarrollan praxis que intensifican la conciencia social, política, cultural y ética de las clases subalternas y oprimidas; praxis que contribuyen a la autocomprensión de su potencia; praxis que politizan la reproducción social. 

La farsa disminuye y la verdad crece cuando la política se asume como búsqueda y producción de fuerza colectiva capaz de ponerle límites al poder opresor. La lucha de clases, de por sí, es productora de acontecimientos y de verdad. Nos reinserta en escenarios trágicos. Por eso, desde el poder dominante y las burocracias, se intenta canalizarla, desviarla, institucionalizarla o, directamente, negarla como dato de la realidad. 

La farsa disminuye y la verdad crece cuando el deseo de justicia distributiva de las clases subalternas y oprimidas encuentra correlatos en su autonomía, en su autárkeia.  

La farsa disminuye y la verdad crece cuando la democracia se concibe y se ejercita como crítica del orden dominante y del modelo civilizatorio hegemónico, como desfetichización de la política; cuando la democracia aparece vinculada al horizonte estratégico de la autodeterminación y el autogobierno popular (y desvinculada del mercado y del capital, pero también del ascetismo lúgubre y de la política Folk y/o näif). 

La farsa disminuye y la verdad crece cuando el “gobierno democrático” cuida la vida y la antepone a los intereses de las transnacionales (y a la racionalidad capitalista); cuando el pueblo deviene voluntad colectiva para salvar al pueblo; cuando la democracia no se queda en las escrituras sobre el agua.

La farsa disminuye y la verdad crece con la democratización del poder económico y con la defensa de la soberanía y de su condición nacional-popular real y no abstracta. Con la apuesta por la Nación como compañerismo profundo y horizontal y no como compañerismo superficial y vertical. Con la recuperación de la Nación que fue derrotada por la dictadura militar y nunca vindicada cabalmente en cuarenta años. La Nación “intraclase” (como decía Perry Anderson) y no la Nación “interclase”, incompatible con el amor y la igualdad. La plurinación morena, marrona, cimarrona.   

La farsa disminuye y la verdad crece cuando no se escatiman los esfuerzos destinados a construir un Estado diferente al “Estado representativo” que es un “Estado subsidiario” o un “Estado agencia de servicios”, cada vez más ausente y cada vez más ajeno a las clases subalternas y oprimidas. Cuando se apuesta a la planificación democrática como mecanismo regulador de las relaciones productivas y la incorporación de mecanismos de autogestión. Cuando se promueven instituciones más operativas y menos representativas. Cuando se busca la articulación de las formas representativas con las formas de la democracia directa.  

La farsa disminuye y la verdad crece cuando se le disputa el sentido de la democracia a las diversas representaciones políticas de las clases dominantes y al capital en su conjunto (a la “religión de la mercancía”, la “República de la propiedad” y a las formas liberales de la política). Cuando se reconstruye la democracia como un régimen de reflexividad colectiva y de inteligencia colectivizada. 

La farsa disminuye y la verdad crece cuando la sociedad civil popular desarrolla, desde los territorios, diversas praxis críticas que la ayudan a desprenderse de sentimientos paralizantes, de la gran culpa que le cargó (que nos cargó) diciembre de 1983. 

Debemos reinsertar a la democracia en una trama política mayor. Reinventarla desde abajo: una democracia plebeya, una democracia comunal fundada en una relacionalidad fuerte. En efecto: democracia y pensamiento crítico, democracia y soberanía nacional-popular, democracia y autodeterminación y autogobierno de las y los de abajo, democracia e imaginación insurgente, democracia y socialismo, son términos inseparables. 

¿Quiénes patearán el tablero? ¿Cuándo comenzaremos a construir los caminos propios?

Lanús Oeste, 22 de junio de 2023. 

(*) Profesor de Historia y Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Docente de la UBA y de la Universidad Nacional de Lanús (UNLa). Investigador del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEALC-Facultad de Ciencias Sociales-UBA) y de la UNLa. Escritor, autor de varios libros publicados en Argentina, Venezuela, Chile y Perú.  

1-El concepto pertenece al historiador inglés Edward P. Thompson, y se refiere a una circunstancia del siglo XVIII en Inglaterra, en la que una parte de la clase trabajadora fue sometida por la burguesía a una dieta a base de papas (más barata) como alternativa a una dieta a base de maíz (más cara). Se trató, ni más ni menos, que del capital impulsando la subalimentación masiva como estrategia de abaratamiento de la fuerza de trabajo. No sería la única vez.   

2- El negacionismo abarca un campo muy extenso. Trae consigo la articulación (y la complementariedad) de diferentes negaciones: la negación de las violaciones de los derechos humanos por parte de las dictaduras militares, la negación de las diversas formas de colonialismo y racismo, la negación del colapso socio-ambiental, la negación de las violencias del heteropatriarcado, de la heteronorma y de las asignaciones de género, etcétera.  

Fotos: Rafael Calviño