Sauvage, la ternura imperdonable

*Por Fernando Vanoli
Un cliente paga por sexo, no por un beso. Sin embargo, Léo besa. Lo hace con ingenuidad, sin estrategia, como lugar habitable, aunque sea por unos segundos. En ese gesto se concentra lo que el resto de la calle llama “falta de profesionalismo”: no separar, no endurecer, no fingir el desapego que protege y aísla.
En Sauvage (2018), Camille Vidal-Naquet no nos cuenta cómo el protagonista llega a tener esa vida. No hay flashbacks ni diagnósticos. Su guion no necesita esa información. La película arranca con él en movimiento, atravesando un territorio de cuerpos, calles y camas que se suceden como estaciones. Y ahí ya entendemos que no busca nada en particular, ni un cliente fijo, ni un gran amor, ni una salida de la prostitución. Su temporalidad es el presente: estar. Una libertad radical, sin la épica de quien la defiende, y con la soledad de quien la vive sin nombrarla. Ese vacío en la historia es eficaz para construir un personaje que podamos entender desde un presente que nos deja sin herramientas para juicios éticos y morales.

Esa libertad tiene bordes filosos: hambre, golpes, noches sin techo, la constante exposición a lo que otros desean hacer con su cuerpo. Pero también le da algo que las vidas estables no garantizan: no deberle explicaciones a nadie. Léo no cuenta el dinero que gana, no acumula, no invierte. Rechaza un celular porque no tiene a quién llamar. Su economía es afectiva, pero no idealista: puede abrazar a un hombre que lo estafa y, minutos después, negociar con un cliente anciano que solo quiere compañía.
En una entrevista el director parafrasea a Kerouac: “No había ningún lugar a donde ir excepto a todas partes”. Señala que Léo es un personaje muy solitario, pero que en esa soledad está su fuerza: goza de absoluta libertad, con todos los aspectos aterradores y admirables que conlleva.
La película entiende que el cuerpo es el centro de esta vida. No solo como mercancía, sino como campo de batalla entre eros y desgaste. La piel de Léo cambia de temperatura y textura según la escena: a veces brilla, a veces está opaca y raída. Vidal-Naquet filma la desnudez sin exotismo: hay sudor, cicatrices, gestos torpes. Los clientes se mueven con cuerpos pesados y descoordinados, y eso contrasta con la agilidad aprendida en la calle, esa especie de lenguaje corporal que distingue a los que saben sobrevivir ahí. Los clientes, en su mayoría hombres mayores, algunos con discapacidades visibles, introducen un pliegue en la película que da lugar a la aparición de cuerpos que rara vez ocupan un lugar sexualizado en el imaginario social y que, muchas veces, para acceder a ese lugar, no queda más que pagarlo.

En el mundo de Sauvage, el trabajo sexual masculino callejero es una actividad que las ciudades ocultan, junto al cruising y otras derivas disidentes construyen mapas alternativos, como las cartografías del deseo que Nestor Perlongher proyecta en San Pablo. Los trabajadores conocen las fantasías de los habitantes, sus soledades, sus límites y perversiones. El intercambio no siempre es puramente físico: a veces lo que se paga es silencio, escucha, compañía, un lugar donde depositar una tristeza. La película muestra esa economía invisible sin convertirla en discurso sociológico, sino dejándola aparecer en los detalles: una mano en el cuello, una conversación al amanecer, un gesto que se prolonga más de lo esperado.
La libertad de Léo, su resistencia sin queja y su ternura obstinada, pueden leerse como una romantización del trabajo sexual masculino. El peligro de ver su vida salvaje como una elección poética que se sostiene en pura intensidad afectiva, es que la violencia estructural y las condiciones materiales no se discuten, aunque tampoco quedan fuera de cuadro. La calle aparece menos como un lugar de expulsión y más como escenario existencial. En ese desplazamiento, el cuerpo de Léo no se propone como un campo atravesado por relaciones de poder y precariedad. La libertad independiente, dueño de sí mismo, incluso en medio de la intemperie, ¿acaso puede la libertad sostenerse sin lo colectivo?.

Sin embargo está Ahd, él comparte la calle con Léo, pero no comparte su filosofía. Para Ahd, la prostitución es un mundo del que hay que salir cuanto antes, un lugar que erosiona y del que no se guarda nostalgia. En ese contraste, Sauvage introduce una grieta: mientras Léo encarna la persistencia de lo salvaje como forma de vida, Ahd recuerda que la intemperie también agota, y que no todo vínculo con la calle es poesía.
Acá sucede el spoiler. La primera vez que la ví no me gustó el final, la segunda le encontré el sentido. No hay moraleja. Nadie salva a Léo, y él no intenta salvarse. No se supera, no cambia de oficio, no renuncia a la calle. Tampoco se hunde en una espiral trágica que confirme prejuicios. Simplemente sigue, a veces frágil, a veces indestructible. Y en ese seguir, sostiene algo que es casi imperdonable para el orden social: un resto de ternura que no se deja domar.