*Por Facundo Rodríguez

En el contexto pandémico en el que vivimos, no nos parece extraño hablar de medidas de prevención, tratamientos, vacunas y sus evaluaciones. Aunque las maneras en que se generan estos conocimientos, todavía nos parecen algo lejano o destinado sólo a la ciencia. Sin embargo, en la década del 1980 en EEUU en el  marco de la pandemia del Sida personas activistas lograron participar de la construcción del conocimiento científico, de los tratamientos y de los organismos gubernamentales vinculados al SIDA. 

En la década de los ochenta, el SIDA ya había tomado estado público en EEUU. Comenzaron a pensarse medidas para disminuir el número de infecciones y a desarrollarse tratamientos y medicamentos. Sin embargo, estos procesos seguían abordando la enfermedad desde una perspectiva médica clásica. Las investigaciones no incluían a activistas, a pesar de que el movimiento de lucha contra el SIDA crecía. 

El activismo incluía a una amplia gama de militantes de base, organizaciones de defensa de derechos civiles, educadores sanitarios, periodistas, escritores, proveedores de servicios, agrupaciones de personas con diferentes riesgos de VIH, con VIH o SIDA y otros miembros de comunidades afectadas. Algunos colectivos ya contaban con una militancia en contra de ciertas prácticas médicas y tenían experiencia en criticar y negociar con las instituciones médicas aun antes del surgimiento del SIDA. Ejemplo de esto son las luchas por la desmedicalización de la identidad gay y de autonomía de decisión del paciente llevada a cabo principalmente por los movimientos de mujeres, lesbianas y gays.

A medida que aumentaban los conocimientos médicos sobre el SIDA también se profundizaban las estrategias de los colectivos militantes. Lograron una visibilidad hacia la sociedad en general, pero no sólo intentaron tener voz en el debate público; sino, también, en los ambientes de discusión médica. Para esto, comenzaron a formar grupos de estudio y discusión sobre la enfermedad, publicar artículos en revistas que circulaban entre estos colectivos,  asistir a conferencias científicas, analizar los protocolos de investigación, interactuar con personas dedicadas a la investigación, etc. De esta manera, adquirieron conocimientos y vocabulario para dialogar y, principalmente ,discutir con quienes desarrollaban las políticas y tratamientos. 

A pesar de los esfuerzos realizados por el colectivo activista, no les  fue sencillo convertirse en interlocutores válidos a la hora de pensar “científicamente”. Sin embargo, dado que sus estrategias no sólo estaban destinadas a dialogar con la medicina sino que, por el contrario, se basaban en la desconfianza hacia ella, los tratamientos fueron puestos en jaque y fue necesaria la negociación.

Siguiendo las prácticas médicas clásicas, los ensayos clínicos de los fármacos que se evaluaban se llevaban a cabo utilizando placebos. Es decir, algunas personas infectadas recibían la medicación mientras que otras, no. 

Con la comparación de ambas poblaciones, podía evaluarse la efectividad del tratamiento. Esto parecía ser lo adecuado para garantizar la objetividad de los experimentos realizados. Sin embargo, pensado desde otra mirada, frente a una enfermedad que se cobraba cada vez más vidas, algunas personas recibían tratamiento y otras simplemente eran utilizadas para el experimento, pero no estaban recibiendo una medicación. 

Si bien este tipo de críticas ya había sido expuesta por los colectivos de lucha contra el SIDA, no era tenida en cuenta en pos de la objetividad científica. Los colectivos sabían que esta objetividad  no era tal, porque algunas personas ya habían recibido otros tratamientos o participaban de otros ensayos, lo hacían  mintiendo  en las entrevistas para poder acceder a una nueva medicación. Sin embargo, algo que realmente puso en jaque a las investigaciones fue cuando les llegaron estos rumores a quienes investigaban, por lo que se estaban alterando los ensayos clínicos (desde su perspectiva). En realidad, las personas que participaban de los ensayos aprendieron a diferenciar si les tocaba la medicación o el placebo: abrían las cápsulas y si su sabor no era amargo, no estaban recibiendo medicación. Intentando seguir con esos procedimientos, se modificaron los placebos para que fueran amargos y no pudiera diferenciarlos. Entonces, quienes participaban de los ensayos comenzaron a pedirles a las farmacias a las que acudían que analizaran las píldoras para asegurarse de estar recibiendo el fármaco. Desde la perspectiva biomédica, era un boicot; desde el activismo, aseguraban que se estaba llevando a cabo un genocidio, y su objetivo era evitarlo.

Lejos de una oposición absoluta a cualquier tipo de tratamiento, los colectivos militantes propusieron otras formas de validarlos. Una coalición de médicos de San Francisco implementó un modelo en el cual se proponía que los fármacos fueran distribuidos por sus especialistas de cabecera, que fueran quienes realizaran el seguimiento y registraran los resultados que serían utilizados en la investigación. Es decir, se apoyaba en la comunicación entre quienes ejercían la medicina y quienes investigaban, al mismo tiempo que se priorizaba el contacto entre pacientes y los centros de atención primaria.

Otro modelo implementado fue el propuesto por la Iniciativa Comunitaria de Investigación (en inglés, Community Research Initiative), en el cual trabajaban de manera conjunta tanto activistas como investigadores, y las personas afectadas podían participar en las decisiones acerca de los ensayos clínicos. 

Con estas investigaciones impulsadas desde el activismo y denominadas “basadas en la comunidad”, no sólo se logró la aprobación de nuevos fármacos, sino, también, que los ensayos no tuvieran el nivel de conflictividad generado por los enfoques clásicos, un mayor compromiso y participación de las personas involucradas así como una mayor cooperación entre quienes ejercían la medicina y las personas que padecían la enfermedad. 

En esta experiencia se quebró la barrera entre quienes investigan y a quienes va destinado ese resultado, se generó conocimiento aceptado científicamente y se logró demostrar que el conocimiento científico puede alcanzarse también fuera de los laboratorios e incluyendo a quienes va destinado y desde el activismo.

*Facundo Rodríguez disfruta de comunicar cómo se contruyen los saberes y particularmente aquellos que generan controversias. Realizó el Doctorado en Astronomía y la Especialización en Comunicación Pública de la Ciencia y Periodismo Científico. Actualmente se desempeña como investigador asistente del CONICET.