*Por Fernando Vanoli

La colonialidad para los heterogéneos territorios latinoamericanos configura, entre muchas otras cosas, un proyecto de regulación y control social basado en el derecho, sostenido por una estructura jurídica bajo el monopolio estatal, para sustentar en última instancia al capitalismo imperante. Este tipo de racionalidad jurídica colonial soslaya las múltiples formas de los derechos: expresiones de justicia desde abajo que, a través de luchas y resistencias a lo largo del territorio latinoamericano, configuran sentidos de justicia más allá de la normatividad regulatoria e instituyen otras racionalidades.

Las luchas por un ambiente sano, por los bienes comunes y el acceso a la tierra, componen campos de sentidos populares que se expresan a través de categorías como la justicia ambiental y la justicia espacial. Como señalaba, más que designaciones jurídicas normativas, denotan un amplio repertorio de mecanismos y dispositivos construidos desde las prácticas y experiencias políticas de grupos organizados, y expanden los sentidos dominantes de los derechos humanos.

En ese sentido, en esta columna sobre ambiente y territorio, pretendo indagar sobre estas experiencias que cotidianamente construyen estos sentidos de justicia y derechos humanos en torno a los conflictos socio-ambientales y las disputas por el territorio.

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Acompañando el número inaugural de Diciembre y en conmemoración de los 20 años de los acontecimientos del 2001 en Argentina, me parece oportuno revisar un paralelo en la cuestión ambiental, asociado también al cambio de milenio para el país: el boom sojero del agronegocio.

El escenario para el estallido del agronegocio quedó preparado en el año 1996, en pleno auge neoliberal, bajo el gobierno nacional de Carlos Menem. En un feroz avance del achicamiento, privatización y descentralización estatal, Felipe Solá (por entonces Secretario de Agricultura, Pesca y Alimentación) autorizó la habilitación de un nuevo paquete tecnológico basado en el cultivo de la semilla de Soja RR (soja transgénica) resistente al herbicida Round-up (glifosato), ambos producidos por Monsanto. Un sistema depredador que dio lugar a la intensificación y expansión de los cultivos de soja, llegando a ocupar más de la mitad de la producción total de granos del país.

La cotización de la tonelada de soja alcanzó precios altísimos en el mercado mundial, generando el reemplazo de otros tipos de producciones por el monocultivo sojero y provocando el desmonte de amplias zonas de bosques nativos, el desplazamiento violento de campesinos/as de sus territorios, escasez y precarización de trabajo, y altos costos ambientales y sanitarios por el efecto de las fumigaciones. El uso de glifosato se convirtió en el principal insumo fitosanitario, con ventas que pasaron de 1,3 millones de litros en 1991 a más de 30 millones en 1997, superando los 180 millones de litros en 2008. En la actualidad se estima que se utilizan unos 500 millones de litros. En los últimos 25 años, el uso de agrotóxicos se incrementó un 1200 por ciento, la tasa promedio más alta del mundo.

La catástrofe social, económica y política que denotó en el 2001, tuvo su paralelo -con rupturas y continuidades- en la cuestión ambiental, la cual posteriormente se forjó como uno de los temas de agenda más relevantes. Los datos registrados en el uso de agrotóxicos a partir de la década del 2000 tienen que ver con una nueva etapa para la producción agropecuaria, denominada por Maristella Svampa como el conceso de los commodities, marcando el cambio de coyuntura a partir del nuevo milenio que dejaba atrás al conceso de Washington. La profunda devaluación habilitó una nueva etapa extractivista a partir de un nuevo orden económico y político-ideológico, sostenido por el alto crecimiento de los precios internacionales de las materias primas y los bienes de consumo demandados por países centrales y emergentes. Esta nueva etapa expandió aún más la frontera del agronegocio, destinando más de la mitad de la superficie agrícola nacional al monocultivo de soja, aumentando las divisas, y sobre todo, desigualdades y conflictos sociales.

Tal es así, que el nuevo milenio también es sinónimo de un renovado ciclo de luchas socio-ambientales, algo que muchos/as enunciaron como un proceso de ambientalización de las luchas. En argentina se multiplicaron las manifestaciones cotidianas en torno a conflictos ambientales, haciendo frente a mega proyectos extractivos. Expresiones que fueron ocupando cada vez más el discurso público, señalando el impacto ambiental y los daños irreversibles del modelo de desarrollo, como también la distribución desigual de esos costos ambientales en nuestras sociedades.

La continua denuncia sobre este tópico, congregó diversos movimientos sociales que hicieron propia la consigna de la justicia ambiental como reclamo legítimo de que vivir en un ambiente sano es un derecho humano, como también el derecho al acceso y control de los bienes naturales y el territorio. Tomando distancia de viejas retoricas del ambientalismo conservador que pretendía cuidar la fauna y la flora sin reconocer los daños que el modelo de desarrollo provoca en la sociedad. La respuesta a estas denuncias y resistencias abrió un nuevo capítulo de violación de los derechos humanos vinculada a la creciente criminalización y represión de las luchas ambientales.

Este modelo productivo continua y se renueva bajo las mismas retóricas del desarrollo y como única posibilidad crecimiento económico. A la par, las luchas populares también hicieron justicia, el camino que fueron trazando las redes de pueblos fumigados, el Grupo de Madres de Ituzaingó Anexo, la lucha contra Monsanto en Malvinas Argentinas, y muchas más, son los antecedentes vitales de que la justicia ambiental desborda al sistema jurídico.

Me parece oportuno recordar que diciembre es también el mes en que se conmemora el Día Mundial de la Lucha contra los Agrotóxicos. Tal como denuncia la campaña #BastaDeVenenos, Argentina es uno de los países más fumigados del mundo: más de treinta millones de hectáreas de tierra son destinadas al cultivo con semillas transgénicas dependientes de agrotóxicos, la base del modelo agroexportador. Sin dudas diciembre de 2021 es un hito para recuperar la memoria y sumar al reclamo la enorme deuda ecológica que la matriz extractiva-colonial latinoamericana sembró.

*Fernando Vanoli es Arquitecto y Doctor en Estudios Sociales de América Latina por la Universidad Nacional de Córdoba. Docente, investigador, y becario postdoctoral de CONICET.

Foto portada: M. Fernanda Espejo